Texto 1
EL
DISFRAZ - JUAN JOSÉ MOROSOLI
El flaco Matías se paró frente a la vidriera. Allí
estaba la careta de calavera. Era cierto. Medina le había dicho que él mismo la
había visto y que era el primer asombrado.
-Mirá, yo sé que caretas hay de todas clases. No hay cara que no tenga su careta. ¡Con decirte que he visto la careta de Siete y Tres Diez!
El flaco estuvo con ganas de no creer. Siete y Tres Diez era un rengo feísimo y de mal genio. No encontraba pareja para el truco porque al pasar la seña hacía reír al compañero y de yapa se enojaba.
-Pero de muerto, eso sí que no había visto… ¡Ni había pensado ver siquiera!
-Mirá, yo sé que caretas hay de todas clases. No hay cara que no tenga su careta. ¡Con decirte que he visto la careta de Siete y Tres Diez!
El flaco estuvo con ganas de no creer. Siete y Tres Diez era un rengo feísimo y de mal genio. No encontraba pareja para el truco porque al pasar la seña hacía reír al compañero y de yapa se enojaba.
-Pero de muerto, eso sí que no había visto… ¡Ni había pensado ver siquiera!
...
El Flaco no había querido disfrazarse nunca. Le
parecía una estupidez. Él no estaba de acuerdo en hacer reír a los demás. Pero
allí, frente a aquella careta, sintió el deseo de disfrazarse. Le había gustado
quién sabe por qué. Entró y la compró. El comerciante se la vendió muy barata,
eso sí, le fue franco. Le dijo que no la había tirado a la basura porque el
deber de él, como comerciante, era venderla y no tirarla.
-Lo que uno compra es porque vale y el deber es hacerlo valer más.
Él lo entendía así, al menos. Sin embargo, se la dio por poco más de nada.
-Bueno –dijo el Flaco- ¿y esto qué traje lleva?
-¿Cómo qué traje?
-¡Pues! ¿O es que la muerte no tiene cuerpo?...
El asunto comenzó a conversarse.
-Mire, si quiere se pone un camisón blanco que vaya hasta el suelo. O uno negro.
Y agregó:
-Tiene que llevar guadaña, también…
Si quería, podía llevar bajo el camisón un tarro con gusanos. Él había visto, siendo niño, en España, de donde era, un hombre disfrazado de Muerte, que hacía esto.
-Lo que uno compra es porque vale y el deber es hacerlo valer más.
Él lo entendía así, al menos. Sin embargo, se la dio por poco más de nada.
-Bueno –dijo el Flaco- ¿y esto qué traje lleva?
-¿Cómo qué traje?
-¡Pues! ¿O es que la muerte no tiene cuerpo?...
El asunto comenzó a conversarse.
-Mire, si quiere se pone un camisón blanco que vaya hasta el suelo. O uno negro.
Y agregó:
-Tiene que llevar guadaña, también…
Si quería, podía llevar bajo el camisón un tarro con gusanos. Él había visto, siendo niño, en España, de donde era, un hombre disfrazado de Muerte, que hacía esto.
...
En la comisaría, cuando fue a pedir el permiso, le
previnieron:
-Mire que no se puede disfrazar de general, ni de cura… ¿Oyó?
-¿Y de muerte? –preguntó el Flaco.
-¿Cómo de muerte?
-Sí. Tengo una careta de calavera.
-¿Es la que estaba en la tienda de Pérez?
-¡Es esa misma!
Entonces el escribiente le dijo que esa careta no se podía usar.
-¿Por qué?
-Porque es una falta de respeto a la religión.
El Flaco le dijo que no veía que tenía que ver una cosa con la otra. Además, allí había un edicto que decía: curas y generales. De la muerte no decía “absolutamente nada”.
-Muy bien. Lo que usted va a hacer no tiene nombre. Reírse de lo más sagrado. Reírse de la muerte.
-Yo –dijo el Flaco para terminar-, no es por reírme de la muerte. Es por divertirme yo.
Le dieron el permiso.
-Mire que no se puede disfrazar de general, ni de cura… ¿Oyó?
-¿Y de muerte? –preguntó el Flaco.
-¿Cómo de muerte?
-Sí. Tengo una careta de calavera.
-¿Es la que estaba en la tienda de Pérez?
-¡Es esa misma!
Entonces el escribiente le dijo que esa careta no se podía usar.
-¿Por qué?
-Porque es una falta de respeto a la religión.
El Flaco le dijo que no veía que tenía que ver una cosa con la otra. Además, allí había un edicto que decía: curas y generales. De la muerte no decía “absolutamente nada”.
-Muy bien. Lo que usted va a hacer no tiene nombre. Reírse de lo más sagrado. Reírse de la muerte.
-Yo –dijo el Flaco para terminar-, no es por reírme de la muerte. Es por divertirme yo.
Le dieron el permiso.
...
-¿Pero vos te divertís con eso, Flaco?
La careta le quedaba bien. Además, según decía Medina, caminaba de una manera que hacía juego con el disfraz.
-¿Cómo, hermano?
No se podía explicar.
-Vos tenés un caminar que te viene bien pa eso… ¡Qué te viá explicar yo!... Cada uno tiene su caminar, y el tuyo hace pensar en la muerte.
...
La careta le quedaba bien. Además, según decía Medina, caminaba de una manera que hacía juego con el disfraz.
-¿Cómo, hermano?
No se podía explicar.
-Vos tenés un caminar que te viene bien pa eso… ¡Qué te viá explicar yo!... Cada uno tiene su caminar, y el tuyo hace pensar en la muerte.
...
Él
caminaba como caminaba siempre. Miraba a las viejas y hacía un ademán con la
mano: que lo esperaran. Luego con la guadaña hacía un movimiento de segador.
Allí en la plaza, la gente se olvidaba de los gauchos, que barajaban haciendo
un ruido del diablo con sus machetes de palo, de los caballos que se deshacían
materialmente corcoveando bajo el azote de los taleros, y se agrupaban
curioseando al Flaco que avanzaba por el centro. Dos escoberos que se
descaderaban bailando entre unos cueros que les colgaban de la cintura,
hirvientes de cascabeles, rodeados de curiosos, se que quedaban sin concurso. Un
cristiano disfrazado de avestruz, se mataba disparando, exagerando el susto que
le ocasionaba el Flaco. Algunas viejas se persignaban.
Fue entonces que un disfrazado de mujer embarazada, empezó a tirarle besos, cruzó la vereda y tomó al Flaco del brazo.
Esto medio hizo recobrar la alegría a los mirones. Los caballos volvieron a corcovear, los gauchos siguieron la lucha y los escoberos recomenzaron su torneo de zancadillas y quebraderas.
Pero la gente, o mejor dicho, los vivientes, hombres y mujeres que acuden desde la orilla del pueblo a la plaza, hasta que el Flaco no se fue, no estuvieron a gusto.
...
Fue entonces que un disfrazado de mujer embarazada, empezó a tirarle besos, cruzó la vereda y tomó al Flaco del brazo.
Esto medio hizo recobrar la alegría a los mirones. Los caballos volvieron a corcovear, los gauchos siguieron la lucha y los escoberos recomenzaron su torneo de zancadillas y quebraderas.
Pero la gente, o mejor dicho, los vivientes, hombres y mujeres que acuden desde la orilla del pueblo a la plaza, hasta que el Flaco no se fue, no estuvieron a gusto.
...
-Pero,
decíme una cosa, cristiano: ¿vos te divertís con eso?
-Sí.
-Yo no te veo reír ni loquear…
El Flaco replicó que para divertirse no precisaba reírse ni hacer reír. A él le gustaba ver la cara que ponían las viejas, caminar despacio y hacer aquel ademán que quería decir que lo esperaran.
-Pero la gente se te aparta…
-¡Pero si eso es lo que quiere la muerte!... ¡Si eso es nativo del disfraz!
-Sí.
-Yo no te veo reír ni loquear…
El Flaco replicó que para divertirse no precisaba reírse ni hacer reír. A él le gustaba ver la cara que ponían las viejas, caminar despacio y hacer aquel ademán que quería decir que lo esperaran.
-Pero la gente se te aparta…
-¡Pero si eso es lo que quiere la muerte!... ¡Si eso es nativo del disfraz!
...
Pasaban los años y el Flaco seguía siendo el disfrazado de calavera. Como los caballitos y los gauchos, era una parte del carnaval del pueblo.
Pasaban los años y el Flaco seguía siendo el disfrazado de calavera. Como los caballitos y los gauchos, era una parte del carnaval del pueblo.
...
Aquel entierro de Carnaval, el Flaco se encontró con una cosa que lo dejó asombrado: en la calle diez o doce criaturas disfrazadas de muerte, hacían cabriolas frente a la risa de la gente.
Sin duda estaba mal que los niños se pusieran aquel disfraz. Y que hicieran reír.
Al volver al rancho le dijo a Medina:
-¿Sabrás que esta noche quemo el disfraz?
Sí. Ya no valía la pena. La gente comenzaba a reírse de aquella cosa tan seria.
-Yo extrañaré y el carnaval se acabará para mí. ¡Pero no nací para payaso!
Aquel entierro de Carnaval, el Flaco se encontró con una cosa que lo dejó asombrado: en la calle diez o doce criaturas disfrazadas de muerte, hacían cabriolas frente a la risa de la gente.
Sin duda estaba mal que los niños se pusieran aquel disfraz. Y que hicieran reír.
Al volver al rancho le dijo a Medina:
-¿Sabrás que esta noche quemo el disfraz?
Sí. Ya no valía la pena. La gente comenzaba a reírse de aquella cosa tan seria.
-Yo extrañaré y el carnaval se acabará para mí. ¡Pero no nací para payaso!
...
Bajo un cielo profundo, lleno de estrellas, en el más hondo rincón del fondo, ardía aquel sudario que acompañó al Flaco durante años y años.
Él, frente a las llamas que le encendían y desfiguraban el rostro, estaba serio, grave, como si asistiera al entierro de un pariente.
El fuego, al chamuscar el hinojal, perfumaba la noche.
¡Desde lejos, como una marea, llegaba el rumor de la plaza ardiendo de gauchos, machetazos, caballos corcoveadores y chinas vestidas de colorado.
Bajo un cielo profundo, lleno de estrellas, en el más hondo rincón del fondo, ardía aquel sudario que acompañó al Flaco durante años y años.
Él, frente a las llamas que le encendían y desfiguraban el rostro, estaba serio, grave, como si asistiera al entierro de un pariente.
El fuego, al chamuscar el hinojal, perfumaba la noche.
¡Desde lejos, como una marea, llegaba el rumor de la plaza ardiendo de gauchos, machetazos, caballos corcoveadores y chinas vestidas de colorado.
Texto 2
Un día
de estos (Gabriel García Márquez)
El
lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escobar, dentista sin título y
buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una
dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un
puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba
una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los
pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una
mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los
sordos.
Cuando
tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de
resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que
hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no
se servía de ella.
Después
de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos
gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina.
Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La
voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice
el alcalde que si le sacas una muela.
-Dile
que no estoy aquí.
Estaba
puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con
los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice
que sí estás porque te está oyendo.
El
dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los
trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió
a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer,
sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún
no había cambiado de expresión.
-Dice
que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin
apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la
fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa.
Allí estaba el revólver.
-Bueno
-dijo-. Dile que venga a pegármelo.
Hizo
girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde
de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla
izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días.
El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la
gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos
días -dijo el alcalde.
-Buenos
-dijo el dentista.
Mientras
hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla
y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja
silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a
la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando
sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la
boca.
Don
Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela
dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene
que ser sin anestesia -dijo.
-¿Por
qué?
-Porque
tiene un absceso.
El
alcalde lo miró en los ojos.
-Está
bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa
de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con
unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la
punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar
al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era
una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el
gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda
su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un
suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga
ternura, dijo:
-Aquí
nos paga veinte muertos, teniente.
El
alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de
lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a
través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender
la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera,
sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en
el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese
las lágrimas -dijo.
El
alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos,
vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e
insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y
haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un
displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin
abotonarse la guerrera.
-Me
pasa la cuenta -dijo.
-¿A
usted o al municipio?
El
alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es
la misma vaina.
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